De la primera vez que vi el ‘Guernica’ apenas recuerdo el cuadro. Desfilábamos los visitantes frente a una urna enorme con la sensación de que en su interior estuviese depositada una reliquia o algo parecido, un objeto lleno de misterios y cargado de fuerzas invisibles. Era mucho más que un cuadro tras el cristal acorazado que podía resistir el tiro de bazucas. Lo que más impresionó al niño que yo era entonces fue el sonido de una gran respiración, un pulmón mecánico que insuflaba aire dentro de la cámara como si la pintura fuera un organismo vivo y delicado, un gran dinosaurio agonizando. Algo muy malo debía haber pasado en el tiempo de nuestros abuelos para que aquellos dibujos de un toro con dos ojos, un caballo lanceado, un soldado con la espada rota, un sol con una bombilla en su interior y cuatro mujeres llorando tuviesen que ser exhibidos en esas condiciones.LEER